Alma de Ebro. Jaume Plensa.

Vaya por delante que este artículo no tiene otro propósito que el de contribuir, en alguna  modesta medida, a ampliar la nómina de ilustres, excéntricos y curiosos viajeros, visitantes, “veraneantes” (enjundioso y autóctono apodo cuya amplia e irónica polisemia suele oscilar desde la mera neutralidad descriptiva hasta el más enconado desprecio, y cuyo escrupuloso escrutinio semántico haría las delicias de cualquier sociólogo que se precie. Así pues, ruego encarecidamente que alguna lúcida y documentada pluma local se ocupe, sin prejuicios, de tan sugerente apelativo para el deleite de nuestra desmemoriada o interesada parroquia seguntina), o polizones que un día pasaron por Sigüenza, y que Javier Davara reúne en su tan grato, divulgativo como imprescindible libro, que abarca desde las postrimerías del siglo XIX hasta finales del XX: Viajeros ilustres en Sigüenza (Ed. El Afilador, 2007); sin olvidar, ¡cómo no!, el erudito registro al respecto de uno de nuestros más entrañables polígrafos actuales: Pedro Olea Álvarez, autor de una fundamental obra historiográfica: Los ojos de los demás (viajes de extranjeros en el antiguo obispado de Sigüenza y la actual provincia de Guadalajara (Ed. Rayuela, 1998); centrada, esta vez, en esos remotos y temerarios trotamundos que desde el s. XVI al XIX se acercaron a nuestra tierra y dejaron literario testimonio de tal empresa. Ambas obras resultan tan lúdicas como recomendables para aquellos que, alguna vez, se preguntaron por qué estos pagos resultan tan sugerentes para tan amplias y variopintas gentes. Reconocer las deudas de toda índole y el placer, tanto amical como intelectual, fue, si no el primero o el más trascendental precepto ético que heredé de mis padres, al menos uno de los más elegantes y civilizados que  siempre he procurado no defraudar. Así lo hice con la estancia seguntina de Cees Noteboom (mi primera colaboración en La Plazuela), y prometo seguir haciéndolo, en la medida que me sea posible, por cuanto la lista de J. Davara carecía, que yo sepa, de pretensiones de exhaustividad hasta la fecha de su publicación. Por lo cual me siento, con su benevolente permiso, capacitado para dilatar su encomiable empresa; aunque tan sólo sea para sumar unos pocos nombres a nuestro compartido empeño, por celebrar y dar a conocer las excelencias de ciertos eventuales huéspedes de nuestra ciudad.

Todo esto viene a cuento porque la fortuna dispuso que - gracias a un amigo común, que frecuentaba algunos privilegiados círculos artísticos barceloneses- conociera personalmente a algunos destacados personajes de las artes escénicas, literarias  y, del ámbito de la plástica, y, entre estos últimos, felizmente y por fin, a Jaume Plensa, uno de mis artistas favoritos. El evento que propició nuestro encuentro fue la presentación de una de sus exposiciones, en la barcelonesa y céntrica galería de arte del hijo de Antoni Tàpies: Galería de Arte Toni Tàpies , donde Jaume había instalado una reducida ( en tamaño ), pero sustanciosa y reveladora muestra de sus últimas realizaciones, que, por lo demás, no sólo albergaba ese espacio expositivo, sino que se prolongaba en los cercanos jardines del antiguo Seminario de Barcelona, donde se exhibían algunas de sus obras de gran tamaño ( entre ellas, recuerdo, esas mágicas figuras que valiéndose de un dispositivo interior, a modo de temporizador lumínico, alternaban una fosforescente gama cromática que asomaba por la traslúcida superficie escultórica, y cuya visión nocturna resultaba hipnóticamente fantasmal). Pero, antes de nada, y dado que mis posibles lectores no tienen por qué estar familiarizados con el mundo de la transvanguardia artística, quisiera ilustrarles sobre la obra de uno de los más intensos y originales escultores de nuestro panorama plástico actual. Aunque lo cierto es que, pese a estar considerado uno de los más consumados y mejor valorados talentos del arte escultórico internacional (algunas de sus obras se ubican en los más exóticos y remotos puntos de la geografía mundial ), me temo que Plensa resulta, por desgracia, para el común de nuestros conciudadanos, si exceptuamos a los profesionales de la clase artística, casi un perfecto desconocido; y eso en los tiempos en que la tecnología a puesto, democrática y, en ocasiones, gratuitamente, a su cómodo alcance, cuanta información precisamos para paliar, con creces, nuestro congénito analfabetismo funcional como país. Así que no me vengan con excusas: nada les costará acudir a la Wiquipedia, a su misma página web o a las incontables noticias del avatar artístico de un artista extraordinario. Disculpen mis atrabiliarias digresiones, debo ceñirme, sin más, a mi originario propósito: que no es otro que el de que, de hoy en adelante, Jaume Plensa no siga siendo un desconocido para ustedes, que disfruten de sus extraordinarias y fulgurantes creaciones, y que, por lo demás, sepan de su intelectual y deslumbrante fascinación por esa misteriosa y perturbadora escultura funeral que, desde hace un tiempo se ha convertido en irrenunciable emblema de nuestra villa: la doliente figura de El Doncel.

¿Sólo desde hace un tiempo? ¿pero, cómo, no fue siempre así? ¿a qué viene tal desconcertante afirmación? Sé que hay sabios y autoridades culturales seguntinas que no pasarían por alto cualquier imprecisión al respecto; sin embargo, si no estoy equivocado, la merecida fama (y ya casi sacra advocación) por la fúnebre figura yaciente de Martín Vázquez de Arce), fue algo tardía y no cuenta con tan remotos antecedentes como se tiende a imaginar y sería de desear. Guste o no, esa idolatría, a la que denomino, sin ironía alguna: “doncelmanía” (y de la que tanto Plensa como yo participamos plenamente), tiene unos recientes orígenes; basta consultar las obras historiográficas y literarias al respecto. Mas ese es otro asunto que dejo a cargo de los especialistas, a quienes rogaría que disiparan, mediante un esclarecedor artículo en este mismo medio, mi actual incertidumbre. Bien, el caso es que quisiera hacerles partícipes de cuanto, referente a El Doncel, Plensa me reveló aquella noche (completamente ignorante, por mi parte, de que, tan sólo unos pocos años después, emprendería un voluntario destierro político que me conduciría a residir entre ustedes. Tal vez, así quiero creerlo hoy, los inescrutables laberintos del azar trataban de revelarme sus ciegos y divertidos designios o, simplemente, burlarse de mí. Plensa es uno de esos tipos tranquilos y algo ensimismados, de mirada luminosa y escrutadora, pero cuya sonrisa, entre bondadosa e irónica, no suele intimidar a su interlocutor, y aun se presta a la confidencia. Lo cierto es que no sé cómo diablos nuestra charla nos condujo a Sigüenza (no hacía mucho que me había dejado caer por su catedral, en mi primera visita); pero una vez situado imaginariamente allí, Plensa me confesó, embargado por una innegable nostalgia, que una de las esculturas más misteriosas y bellas, que  recordaba con sincera admiración por su radiante, y a la vez fúnebre inspiración, era la del cadáver de un noble joven castellano que, un día de finales del siglo XV concibió y empezó a labrar, un, por el momento, desconocido colega para la capilla de una noble y encumbrada familia. Su simbólica fusión de armas y letras, el enigmático libro en blanco, su somnoliento semblante, su desolado gesto, su pétrea y funeral soledad, sus delicados detalles y maestría técnica que ha encandilado a tantos y  a tan señeros artistas y, en fin, un inolvidable cúmulo de virtudes que lo hacen tan singular como memorable. Sin duda, aun después de tanto tiempo, estoy seguro de que Martín Vázquez sigue dando vueltas por la febril imaginación creadora de Jaume. Como verán, en la descripción anterior se hallan los hermosos e inequívocos síntomas de la “dolcelmanía”. Ignoro si existe una Sociedad de Amigos de El Doncel, pero si es así, les ruego que me incluyan entre sus miembros. 

Brevemente y antes de concluir, les recomiendo algunas obras del autor de visión absolutamente imprescindible para acercarse al universo del artista: la más popular y atrayente es la que preside un parque de Chicago, The Crown Fountaine, dos enormes torres gemelas sobre cuyas superficies cae el agua en cascada y se proyectan los rostros de los ciudadanos, de cuyos labios sale un largo chorro; Alma de Ebro, situada a orillas de río a su paso por Zaragoza; The heart of Trees II; Dream; 7 poetes; Overflow VI; Roots; Air, Water, Void;  y decenas de otras que les fascinarán. Se lo ruego, no se las pierdan, son pura y lúcida magia.