Javier Davara

Invierno de 1973. El acreditado escritor berciano Ramón Carnicer (1912-2007) principia un tentador y prolongado viaje por tierras castellanas. Quiere atrapar los más recónditos paisajes, desenterrar viejas y arraigadas leyendas, sumergirse en el vivir de las gentes y conversar con quienes encuentre en su camino. Al término de tan gozosa aventura relata sus experiencias en un curioso libro, escrito en primera persona, titulado Gracia y desgracias de Castilla la Vieja, bello ejemplo de la mejor literatura viajera, donde recoge sucedidos, usanzas, testimonios y vivencias de la austera realidad de aquellos tiempos. Las altas tierras de Sigüenza y de Atienza resuenan en el decir, ameno y costumbrista, del recordado ensayista. 

En una heladora y limpia mañana de febrero, Ramón Carnicer llega a Sigüenza y toma habitación en el afamado hostal “El Doncel”. Después, al visitar el magno templo seguntino, escribe: “Buen nombre este de Doncel de Sigüenza, que inventó Ortega y se ha convertido en la divisa turística de la ciudad. Todo aquí se apoya en el melancólico mancebo que, reclinado en su lauda, lee en la catedral. Lo veo una vez más: Aquí yace Martín Vázquez de Arce… empieza el mármol gótico donde se explica que fue muerto por los moros. El frío de la catedral es horrible. Se comprende muy bien que aquel monje, Jerónimo de Barrionuevo, autor de los vivaces ‘avisos’, —crónicas, poemas y entremeses escritos al deán de Zaragoza en la mitad del siglo XVII— desertara de su dignidad de tesorero del cabildo”, y se acogiera al clima más templado de la corte madrileña, al modo de lo que hoy llaman “un absentista laboral”.  

Ramón Carnicer, al salir de la catedral, callejea al albur de sus pasos. En su despacioso vagar le embarga el desmayado ambiente del invierno seguntino: “El día, más animado por la luz que por el calor del sol, es bueno, pero muy frío. Las gentes se detienen en los resguardos y entrantes más acogedores o pasean por el camino de la estación”. Al topar con el castillo, “en la cumbre del collado donde se alza la ciudad”, observa las obras que remozan su belicosa y destrozada figura a fin de ser habilitado como Parador de Turismo. “La enorme ruina —recoge en sus notas— está ahora animada por una grúa, y van reponiendo almenas y quitando las adherencias que lo habían degradado durante siglos”. Desciende sin prisa por la calle mayor, “la empinada calle que lo une con la catedral”, y se dirige al bar “El Motor” —célebre y concurrido café de aquellos tiempos— “que tiene un restaurante al fondo y pertenece a los dueños del hostal”. La comida no se hace esperar. 

A primera hora de la tarde, el cronista, “aprovechando lo que queda de día”, merodea por el armónico y equilibrado barrio de San Roque: “Voy de acá para allá. Me sorprende, en la parte baja, no lejos del Henares, un barrio unitario hecho en la segunda mitad del siglo XVIII. Es muy sólido y racional, una obra seria aunque sencilla. Al otro lado del barranco se insinúa una zona de chalets. Cuando cae el sol las gentes, con el mismo aburrimiento de por la mañana, llenan cafés y bares y ven el futbol en la televisión. Yo acabo de meterme en El Motor y espero la hora de cenar. Después, en un momento de calma, me arrimo al mostrador y hablo con la mujer del dueño, Se lamenta de la dispersión de la gente, de que todo se vuelve viajar y moverse de un sitio a otro”. Añosa y simpática estampa de la Sigüenza de un tiempo ido, pero todavía cercano. 

Amanece un nuevo día. En torno a las diez de la mañana, a bordo de un coche de alquiler, Ramón Carnicer franquea el camino de Atienza. La murada villa de Palazuelos y las salinas de Imón, “consideradas en su día entre las mejores de su tiempo”, fijan lindes y senderos. Sigamos su peregrinar: “A poco de tomar la carretera que conduce a Ayllón, y alcanzada la altura de un repecho, se ofrece al viajero la maravillosa vista de Atienza, derramada por la vertiente oriental de un cono rematado por el castillo”. Ya en el pueblo, entra en un caserón que ostenta el letrero de “Fonda”, y la mujer del fondista le guía “por la que fue en tiempo vivienda de un cura...  hace un frío aterrador”, exclama aterido. 

El literato, tras dejar el equipaje, sale a la calle, “cuesta arriba”, y alcanza la plaza del Ayuntamiento: “Hay en ella una fuente circular, con una columna en medio rematada por tres delfines que juntan sus colas en lo alto. Sigo por la cuesta y, pasado el arco de Arrebatacapas, llego a la bonitísima plaza del Trigo, con la iglesia de san Juan a un costado. Las casas, en gran parte porticadas y sostenidas por columnas de piedra, tienen en su segunda planta un entramado de madera y un enlucido de cal, rayada verticalmente. Después subo al castillo, alzado sobre una peña en que la erosión ha ido labrando hendiduras verticales”. 

El asombroso panorama de la tierra de Atienza subyuga a Carnicer: “Desde lo alto de la un día importante fortaleza, bastión del dispositivo montado por los árabes, veo los restos del triple cinturón de murallas que la protegía. A la redonda, hay un vasto horizonte de tierras y cerros —ocres, rojizos y pardos— con las líneas a veces zigzagueantes de caminos y carreteras. Hacia el sur, la peña de la Bodera, a la misma altura que Atienza, algo más de los mil metros; a poniente; las nieves de la sierra del Alto Rey; y más lejos, las de la sierra de Riaza. Del pueblo suben cantos de gallo, rebuznos, y voces de niños que acaso estén en el recreo de la escuela; y por todas partes, el graznar de una multitud de grajos, huéspedes habituales de las ruinas militares y de las torres catedralicias”. 

De nuevo en la fonda, después de ultimar un sabroso almuerzo, regado con un vino de Cogolludo, Ramón Carnicer contrata un automóvil que lo llevará hasta Hiendelaencia, el antiguo emporio de la plata. Ya en el pueblo, hace un alto en el bar “Elías”, en la anchurosa plaza Mayor. Los parroquianos contestan a sus preguntas: “De minas, nada; y el pueblo, ahí lo tiene usted, muerto. En los buenos tiempos, era la población más grande de la provincia. Ahora somos doscientos habitantes, mal contados”. Antes del anochecer, Carnicer regresa a la fonda de Atienza. Le espera una gélida noche. 

 

Javier Davara. 

Doctor en Periodismo

Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid