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Lugar del antiguo hospital de San Mateo

Apenas hacía una semana que había llegado el verano de 1802, cuando la Gazeta de Madrid dedicaba un espacio entre sus páginas a explicar detalladamente el éxito de la propagación de la vacuna de la viruela en Sigüenza, una de las ciudades que más temprano se sumó a la campaña de prevención, dirigida a salvar a la población española de aquella terrible epidemia, la más devastadora y mortal que existía por aquella época. En el tránsito del siglo XVIII al XIX, la viruela castigaba sin piedad a la población. Atacaba sin distinguir edad, sexo o condición social, llegando a cobrarse tantos miles y miles de vidas que nombrar la viruela provocaba gestos de estremecimiento y pánico entre la población.

La solución al mal había llegado tan sólo unos pocos años antes, en 1796, de la mano del médico y científico inglés Edward Jenner. Su descubrimiento marcó un hito en la historia de la medicina.Jenner observó que las campesinas que ordeñaban vacas, al entrar en contacto con el virus de la viruela bovina, quedaban inmunizadas frente a este mal. Decidió experimentar introduciendo el germen en seres humanos y al resultado le llamó vacuna. Pero aquel descubrimiento no gustó a todo el mundo, llegando a ser el tema objeto de discusiones y centro de encendidos debates científicos y religiosos, la polémica estaba servida.

Mientras tanto, ajena a la controversia que le rodeaba, la vacuna se expandía por la frontera francesa desde Puigcerdá, llegando a Aranjuez y Madrid para dar inicio a una campaña de difusión a otras localidades españolas, con la esperanza de frenar la funesta enfermedad. Entre ellas, Sigüenza, que la recibía a finales de 1801, gracias al decidido empuje de Eutiquiano Martínez. Era cirujano del Cabildo, vivía con su familia en una casa de la calle del Peso y asistía a sus pacientes en el Hospital de San Mateo. Estaba enormemente preocupado por la epidemia de viruela que azotaba con fuerza a la población seguntina. Se sentía cansado y desesperado al ver cómo la enfermedad maltrataba las vidas de niños y adultos, llenando las casas de un inmenso dolor por la pérdida familiar. No había respuesta para tanto dolor.

El cirujano supo de la existencia de la vacuna a través de las buenas noticias que se difundían desde la Villa y Corte. Comprometido con su profesión y decidido a salvar a la población seguntina, escribió una carta a su colega Antonio Ballano, profesor de Medicina y Cirugía en Madrid, solicitándole con mucho empeño, unas placas de cristal con gotas de linfa de viruela para iniciar el proceso de vacunación en Sigüenza. Su petición fue atendida con sumo interés y agilidad.

El lunes 21 de diciembre de 1801, envuelto en un frío intenso, un correo ordinario llegaba por el camino real hasta la ciudad, con la vacuna que Eutiquiano Martínez recibía con una mezcla de inquietud y nerviosismo. La llevó consigo al Hospital, se aisló en una sala y abrió la caja que contenía las placas de cristal.

Apartó una dosis para llevarla a su casa y tomó algunas precauciones para asegurar la conservación de las muestras, protegiéndolas con sumo cuidado para evitar su pérdida o deterioro. Salió a la calle para recorrer el corto trayecto que mediaba con su vivienda, ansioso por vacunar a su hijo. Ayudado por su mujer, prendió entre sus brazos al pequeño de apenas cinco años y le practicó una incisión superficial en la piel con una lanceta introduciéndole el fluido. El niño estaba vacunado, ahora sólo quedaba esperar el resultado. Tuvo suerte y tras unos días de inquietud, afloró en la piel del pequeño una vesícula que anunciaba el éxito del ensayo. Tomó el brazo del niño y extrajo el pus que contribuiría a salvar a la población seguntina.

Informó de su iniciativa al médico titular de la ciudad, José Gutiérrez, que llevaba cuatro años ejerciendo la profesión a cuenta del Concejo municipal. Era un buen facultativo, que no escatimaba esfuerzos en ofrecer asistencia sanitaria, a pesar de la precariedad de los medios que disponía. Consciente de la gran responsabilidad que tenía, no tuvo reparo alguno en unirse a tan atrevida empresa. Es más, siguió la misma pauta de Martínez y para dar ejemplo y garantía de confianza y seguridad al posible recelo de los ciudadanos, empezó vacunando a su propia hija.

Días más tarde, un llamamiento a la población anunciaba el inicio de la campaña de vacunación que sería gratuita para aquellos ciudadanos que se encontrasen en situación de necesidad y pobreza. Habilitaron una sala, sobre una mesa dispusieron gasas, lancetas y un recipiente con nieve para garantizar la óptima conservación delas placas con el fluido varioloso que iban a utilizar. Empezaron vacunando a los niños, algunos mostraron resistencia, asustados al saber que les practicarían una incisión en sus extremidades, gritaban y forcejeaban haciendo la tarea difícil e incómoda. Después vacunaron a los adultos, empezando por las familias más notables a los más humildes, desde los hidalgos a los arrieros, uno a uno, brazo a brazo, recibieron su dosis. Hasta un total de 600 individuos dieron su confianza a los médicos Martínez y Gutiérrez, prestándose a recibir la vacuna. Su ejemplaridad cosechó el apoyo de otros médicos y cirujanos que se unieron al equipo vacunador.

Desde Sigüenza se propagó rápidamente la noticia a Mirabueno, donde la epidemia había tenido fatales consecuencias entre la población infantil de aquel pueblo y miraba con honda preocupación a treinta y dos criaturas que se encontraban en riesgo de padecerla. En la plaza del pueblo convocaron a los doce niños más sanos y fuertes. Montados en carros, bien abrigados y acompañados por sus madres, viajaron hasta Sigüenza donde fueron vacunados. Horas después regresarona su pueblo, para continuar el mismo protocolo de extracción del pus, inmunizando a los 20 niños restantes con el pus de los primeros.

Desde Mirabueno la vacuna llegó a Gajanejos de forma parecida y así se fue propagando aquel método preventivo por diferentes municipios.

Expedición del doctor Fco. Xavier Balmis.

El notable éxito de la campaña de vacunación en Sigüenza y en otras localidades españolas como Puigcerdá y Aranjuez, tuvo una repercusión vital: el primer ministro Manuel Godoy inmediatamente declaró la obligatoriedad de la vacuna en todo el territorio español y el rey Carlos IV ordenó, el 5 de agosto de 1803, la salida de una expedición para la propagación de la vacuna de la viruela por América y Filipinas, formada por el Doctor Francisco Xavier Balmis, ayudado el médico Josep Salvany, con la inestimable colaboración de Isabel Zendal y 22 niños huérfanos, cuyos brazos formaron una cadena humana de transmisión y conservación del fluido desde las costas gallegas hasta los territorios de Ultramar, donde sería vacunada la población colonial. Así quedó escrita una de las páginas más humanas, más heroicas, atrevidas y pioneras de la medicina española.