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Tenía más corpulencia que la mayoría de nosotros, pero le faltaba técnica. O, si lo prefieren, andaba más sobrado de fuerza que de habilidad con la pelota. En aquellos partidos interminables en el prado, cuando ya había anochecido y nadie se atrevía a pedir la hora, pues el primero que abandonaba el terreno de juego perdía, era frecuente escuchar a Juan ofrecerse para intentar arreglar la contienda. “Pásamela, que emprendo la recta”, decía. Dicho y hecho. En cuanto cogía el balón, bajaba la cabeza y emprendía la recta en dirección a la portería contraria, sin importarle para nada los obstáculos que pudiera encontrarse en su camino.

En algunas ocasiones se salía del campo sin haber encontrado portería, pero en otras muchas galopadas cruzaba por debajo de los tres palos —entonces no había red enganchada a los mismos— y que a nadie se le ocurriera reclamar falta. Las víctimas de sus arrancadas ya sabíamos  a lo que nos ateníamos. El “Sabino, a mí el pelotón, que los arrollo” que pronunció Belauste en los años veinte del pasado siglo, tenía su réplica en este “pásamela, que emprendo la recta”. 

He recordado esta anécdota de mi infancia para reafirmarme en la idea de que algo estaremos haciendo mal cuando en algunas instancias municipales se baraja la posibilidad de abrir también los colegios los fines de semana para que los niños practiquen en sus patios juegos de equipo.  Sin entrar a discutir los pros y los contras de esta propuesta —los niños ya no juegan en las calles por culpa de los coches y la práctica del deporte está casi profesionalizada—, considero que cualquier excusa es buena para que cambien la dependencia de teles, móviles y ordenadores por la libertad de correr y jugar en los parques o en los espacios naturales que tengan más a mano.

Ahora que, por fin, ha llegado la primavera, tienen la oportunidad de comprobar por sí mismos cómo se produce el despertar de la vida en los entornos naturales, ver florecer a los almendros o adivinar en medio de un campo de amapolas el trino de un pájaro. Los niños de la ciudad no tienen las mismas facilidades que los que viven en el mundo rural, pero también disponen de espacios verdes en los que observar la transformación de la flora y el despertar de los pequeños habitantes que se mueven entre las ramas y los setos de esos lugares de ocio.

Entre los recuerdos de mi infancia siempre estarán presentes aquellos partidos de fútbol que sabíamos cuando empezaban pero nunca cuando acababan — salvo que alguna madre nos advirtiera de que ya era hora de cenar—, como lo están las meriendas de Jueves Lardero, las madrugadoras excursiones por el monte en la madrugada de San Juan, el vuelo de las primeras golondrinas y vencejos, sus nidos en las cornisas del tejado de la Casa de la Fuente, el colorido de los abejarucos entre barrancos, los primeros almendros en flor o las cerezas de algún huerto que intentábamos “degustar” antes de que los tordos dieran buena cuenta de ellas.

Ascender por las rocas hasta lo alto del castillo, haciendo alguna parada en el camino para recoger un manojo de té, ver florecer las aliagas y las jaras, disfrutar de los olores del  romero, el tomillo o el cantueso;  seguir con la mirada las evoluciones de un águila o el planear de los buitres, bajar luego al valle y robarle algunas pipas a los girasoles, cazar lagartijas entre las piedras, adivinar el vivar en el que se había escondido un gazapillo asustado por nuestra presencia, hacer vino con las moras negras o esperar a que se levantara la veda para echar las tardes junto al río pescando cangrejos con reteles… 

Este recorrido, tan aparentemente sencillo y elemental, puede parecerle hoy insólito —una aventura increíble, emocionante y hasta peligrosa— a cualquier chaval de diez o doce años cuya mayor odisea haya sido posiblemente superar el record de puntos en la “play store” o adivinar en el ordenador el resultado de un juego informático.  Nuestras actividades escolares, como podrán comprobar los lectores, eran mucho más rudimentarias y a campo abierto. 

Cuando Juan reclamaba la pelota y gritaba: “pásamela, que emprendo la recta”, aquello dejaba de ser una broma. Formaba parte de una estrategia bien estudiada, de un arma de destrucción masiva, para desatascar un partido que se había puesto cuesta arriba. También me parecía la demostración más elocuente de que los cuerpos sólidos sí pueden ser traspasados —o al menos derribados— cuando chocan con una fuerza de la naturaleza como aquella.  

Los niños de entonces éramos los reyes de la calle. Gozábamos de libertad de maniobra y lográbamos sobrevivir en condiciones precarias, pasando “muchas calamidades”, como le oía decir a mi madre. Y sin televisión en color, ni mando a distancia —para qué, si tampoco era necesario, pues  existía un sólo canal, al que luego se incorporó el UHF, también conocido como “el canalillo”—, con un teléfono de manivela para todo el pueblo instalado en una cabina de la casa consistorial, sin un mal ordenador en el que navegar por Internet y sin apenas comodidades domésticas —sin una simple lavadora, un pequeño microondas, el más elemental lavavajillas o una plancha eléctrica—, pero, eso sí, sabíamos distinguir perfectamente y desde lejos a una golondrina de un vencejo.

Éramos los niños de la calle. Ni más ni menos.

 

 

 

Viñeta

 

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