Quien haya tenido que entrar últimamente en una gran tienda de juguetes habrá notado que se le ofrecen dos espacios claramente diferenciados – casi pareciera que opuestos: una zona de tonos pastel donde predomina una amplia gama de rosas tamizada de blancos, y un área de colores intensos, eléctricos, sobre todo azules y rojos con un toque de negro que les haga destacar aún más. Etéreo azucarado para ellas. Sólido potente para ellos. Un antropólogo diría que si la cultura se afana tanto en distinguir algo simbólicamente será porque no es de por sí tan naturalmente distinto. Y sin embargo esta distinción de género es aceptada con bastante naturalidad incluso por la mayoría de quienes también se conmueven y llenan de rabia e indignación ante la violencia machista. Y no nos llevemos a engaño: la violencia de género es un fenómeno estructural que recorre la sociedad entera, inscrita en sus instituciones y reproducida por los aparatos sociales educativos: la familia, la escuela y la industria cultural. La definición de los roles de género, y la distinción de género misma, sostienen esa inmensa violencia estructural cuya cúspide visible y macabra son los inumerables feminicidios, crímenes homofóbicos o abusos de menores que a diario se comenten en nuestro mundo. No sé si la educación podría realmente acabar con este estado de cosas, pero lo que es seguro es que para cambiarlo, para atajarlo, la educación – aunque no sólo – deberá necesariamente cambiar.

Soy consciente de que la cosa podría verse desde otro ángulo: las mujeres hoy más que nunca ocupan puestos de responsabilidad pública o privada, los y las homosexuales han logrado en algunas partes del mundo conquistar visibilidad y leyes que les protejan, de algún modo parece que los viejos roles dejan de funcionar, las identidades son más flexibles e inciertas y la cultura global es más tolerante e igualitaria. Pero esos grandes logros son pequeñas victorias en un mundo que pone día a día de manifiesto cuán pequeñas y precarias son. La verdad es que –por poner un ejemplo que nos incumbe– según una investigación del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud publicada en 2015 y que lleva por título ¿Fuerte como papá? ¿sensible como mamá? llevada a cabo con jóvenes escolarizados de ESO, Bachillerato y FP, “existe un acuerdo prácticamente unánime en que chicos y chicas son diferentes: muy mayoritariamente las chicas son definidas como sensibles y tiernas (según el 56% de los y las jóvenes) preocupadas por la imagen (46%) y responsables y prudentes (36%). Los chicos, por su parte, como dinámicos y activos (66%) independientes (36%) y posesivos y celosos (31%).” Lo curioso, es que aunque el machismo se percibe entre los y las jóvenes como algo arcaico y en desaparición, más de un 80% de ellos y ellas admite conocer actos considerados violentos entre las parejas de su edad, tanto por parte de los unos como de las otras, con la única diferencia de que los actos violentos de ellas están más relacionados con el control y los de ellos junto al control, se manifiestan además como intimidación, desprecio y directamente agresión. El acoso sexual entre los jóvenes potenciado por las redes virtuales va en aumento. El documental Audrie and Daysi nos cuenta la historia de estas dos chicas estadounidenses de 15 años que –cada una en diferente parte del país– fueron drogadas y emborrachadas en una fiesta por los que habían sido siempre sus amigos de clase, y después violadas, humilladas, filmadas y chantajeadas: Audrie se suicidó 8 días después dejando escrito, “no podéis imaginar lo duro que es ser una chica”. Los pesimistas afirmarán que la cosa va a peor, y los más optimistas deben contentarse con un simple “no mejora”. La respuesta de las autoridades educativas en España ante las señales de alarma y los resultados del citado estudio, es incluir la cuestión de género en la programación curricular y evaluarla mediante exámenes – una genial idea de quienes redactaron nuestra última ley de educación y no pudieron esperar a su aprobación para mediante decreto legislar lo que sin duda era prioritario: la posibilidad de financiación pública de la escuela diferenciada, es decir segregada por género o sexo: escuelas de chicos y de señoritas. Sabemos que es mucho más determinante el modo en que se enseña y aprende que los contenidos aprendidos y por lo tanto la escuela debería incidir más en las formas de relación que en las teorías a estudiar, sobre todo si de verdad quiere ser, como afirma, la garante de la socialización en los derechos humanos y los valores democráticos.

Porque debemos insistir: los feminicidios, violaciones, abusos y malos tratos son sólo la punta del iceberg de todo un entramado de violencia estructural que se sustenta en la misma distinción de géneros y la atribución de roles. El pasado siglo una parte del feminismo se dio cuenta de que había dividido de manera tajante a los seres humanos, es decir, había creado un modelo binario y completamente excluyente entre las personas: ser mujer o ser hombre. Dicha división se basaba en un paradigma hegemónico creado por la sociedad patriarcal que estipula que el sexo con el que nace una persona determina su género. La antropología había mostrado que tal distinción binaria no era común a todas las culturas –pues algunas contemplan más de dos géneros– y que los roles y valores atribuidos a los distintos géneros eran en realidad arbitrarios, algo que también habían puesto de relieve historias de la sexualidad como las de Michel Foucault. El género, la identidad sexual, no está determinada biológicamente, sino culturalmente sancionada. La filósofa norteamericana, Judith Butler, postuló el carácter performativo del género, tanto para explicar un sistema de condicionamiento y control de conducta de las poblaciones, como para ofrecer una solución a dicho dispositivo cultural de dominio, y que da respuesta a las reivindicaciones de gays, lesbianas y transexuales dentro de la denominada teoría queer. El género se construye, se forma simbólicamente, es una fantasía que cada individuo ha de vivir al conformar su identidad sexual. No hay identidades sexuales normales, solo normativas, y por lo tanto, cualquier identidad es de algún modo desviada, queer. La mera desnaturalización de la identidad sexual sería ya de por sí, un gran avance en los tiempos que corren.

Porque más que avances parece que estamos viviendo retrocesos y retornos. Cuando los medios de comunicación dicen de dos mujeres asesinadas mientras hacían turismo, que viajaban solas –da igual el número de mujeres que viajen juntas, pues sin la compañía de un varón estarán siempre solas–, o cuando responsabilizan a la víctima de una violación por su forma de vestir o actuar, y además tales despropósitos se aceptan acríticamente por la mayoría, es difícil sostener que estamos progresando. Hoy incluso se recurre al término feminazi con mucha frecuencia para deslegitimar cualquier denuncia de violencia estructural de género por considerarla abusiva en un mundo donde las chicas disfrutan ya de demasiadas libertades y privilegios y dan rienda suelta a una hostilidad histérica contra los varones; pobrecitos. De cuando en cuando se airean estudios supuestamente científicos que marcan una clara diferencia entre el cerebro femenino y el masculino –como antaño entre el de los negros y caucasianos– y libros en plan ellos son de marte y ellas de venus alcanzan records de ventas. Corren tiempos en verdad alarmantes.

Urge preocuparnos más de lo que todos tenemos en común como gente, que ahondar en lo que nos hace hombres o mujeres: al fin y al cabo no somos más que bichejos raros y fantasiosos en busca de afecto y reconocimiento.

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