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Mi primo Calixto nunca fue para nosotros un “polaco”, ni un “catalino” cerrado y excluyente. Llegaba cada verano al pueblo de su mujer, Luisa, tan feliz y contento, dispuesto a disfrutar de sus vacaciones y receptivo a la hora de emprender su inmersión en la Castilla profunda, sin dejar por ello de sorprenderse de las tareas que algunos de sus parientes desarrollaban por esas fechas en el campo. Pintor de brocha gorda, orgulloso de sus raíces, amable y simpático, lo recuerdo siempre con su inconfundible acento catalán, empapelando las paredes de nuestra casa de la Plaza o retocando los marcos de algunas puertas.

Sólo en ocasiones, cuando le recordabas las seis Copas de Europa del Real Madrid de entonces, o lo mal que estaba el Barça, cambiaba el semblante, se le escapaba la palabra collons –pronúnciese  cuyons arrastrando la “s”, por favor– y se defendía echando mano de una lista bien aprendida de las “supuestas” ayudas que recibía el equipo blanco por ser el equipo del “régimen”. Culé hasta la médula, barcelonés de nacimiento y por vocación, Calixto era un ser entrañable y querido. Nuestro “catalán” de los veranos. Yerno de Maximina, había nacido en un barrio castizo y humilde de Barcelona, ciudad en la que conoció a Luisa, una hija de emigrantes, con la que se casó algo mayor y con la que no tuvo descendencia.

Supongo que el perfil de este hombre vuelve ahora a mi memoria de adolescente como si fuera una especie de bote salvavidas o como el alivio necesario para salir de la locura secesionista en la estamos. A Calixto le gustaba el pueblo. Le hacía gracia ver como mi padre le daba unos toquecitos con el dedo a la sandía, todavía agarrada a la mata, y le decía: “vamos a coger esta que ya está madura”. Mientras la abría por la mitad con una navaja cabritera, no le quitaba ojo y luego, cuando la ofrecía una raja, se inclinaba hacia adelante para no mancharse.

En la era, durante la trilla o mientras se aventaba la paja para separarla del grano, buscaba cualquier excusa para hacer los deberes y examinarse. Pese a las reticencias del patrón, intentaba poner a prueba sus habilidades con escasa fortuna. Era encomiable su predisposición, su fuerza de voluntad y sus enormes ganas de aprender, aunque los resultados no fueran los deseados. Calixto preguntaba una y otra vez si no sería mejor colocar los sacos de esta otra manera o qué sentido tenía madrugar tanto para ir a segar las cebadas o a acarrear paja. Escuchaba las explicaciones y después se quedaba pensativo, tratando de entenderlas y asimilarlas.

Pero, lo que más me gustaba de Calixto era su interés por aprender y sus ganas de participar e integrarse. Era un catalán aparentemente cerrado, pero simpático y deseoso de hacer amigos y de encontrar respuestas a cuestiones y preguntas que jamás se hubiera hecho de no haberse casado con Luisa, la hija mayor de Maximina. Si ella no hubiera aparecido en su vida quizás tampoco hubiera conocido nunca la dura realidad de un pueblo pequeño en plena meseta castellana.

En lo suyo, la pintura, era un maestro, un profesional serio y cualificado. Sin embargo,  aceptaba también de buen grado su papel de aprendiz en las tareas del campo. Sus veranos en Riba de Santiuste le permitieron conocer un mundo totalmente alejado del suyo, asimilar costumbres, pescar cangrejos con reteles y sorprenderse con historias que parecían increíbles en una España felizmente superada. A Calixto le acabó gustando el pueblo, aunque no llegara a explicarse muy bien cómo su familia política habría podido sobrevivir en casas sin baño ni agua corriente, compartiendo la vivienda con los animales.

Las sorpresas que le depararon a Calixto aquellas vacaciones en su provisional refugio castellano podrían equipararse a las que les deparaban a las familias de emigrantes castellanos que se trasladaron en los años cincuenta y sesenta a los extrarradios de Barcelona o a ciudades cercanas, como El Prat de Llobregat, Blanes, Canovellas, Hospitalet de Llobregat, Mataró o Manresa. A muchos de ellos les costó también integrarse, pero no había marcha atrás. Era cuestión de supervivencia. 

Dentro de este flujo migratorio en cualquiera de las dos direcciones, cuesta explicar y no digamos ya entender algunas de las cosas que están ocurriendo en Cataluña en estos momentos. Si el bueno de Calixto levantara la cabeza –pese a su pasión por los colores blaugranas, su defensa del idioma catalán o el respeto por algunas tradiciones como la sardana–, probablemente soltaría con toda su fuerza y con toda su alma un collons que se escucharía en toda la comarca. Luego, le pondría una vela a la virgen de “la moreneta” y seguidamente pediría explicaciones a quienes se pasan el ordenamiento jurídico por el arco del triunfo y a quienes están empeñados en destruir la convivencia y tirar por tierra lo construido durante siglos.

Los veranos de Calixto en un pequeño pueblo de Castilla le permitieron descubrir no sólo el alma castellana, sino la necesidad de aprender y compartir otras costumbres y otras culturas. Pero como decía Josep Plá, ahora otro facha denostado, “el catalán es un ser que se ha pasado la vida siendo un español 100% y le han dicho que tiene que hacer otra cosa”.

Pues ellos se lo pierden.

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