Javier del Castillo

Decía Julio Camba, con su habitual retranca gallega y la experiencia que le daba el haber sido corresponsal en diferentes países europeos y americanos, que “el español es poco amigo de pensar, pero si piensa no hay otro pensamiento más que el suyo”. Me gusta esta reflexión de Camba porque retrata con bastante acierto la impermeabilidad y la resistencia de los españoles al discurso y al pensamiento discordante. El poeta Antonio Machado, mucho antes de que Joan Manuel Serrat lo rescatara del olvido y Pedro Sánchez le rindiera homenaje en Colliure (Francia), tampoco iba desencaminado cuando en un poema de “Campos de Castilla” escribía lo siguiente: “De diez cabezas, nueve/embisten y una piensa/Nunca extrañéis que un bruto/se descuerne luchando por la idea”. Hablaba sin referirse en concreto a los españoles, pero estaba claro a quienes conocía más de cerca.

Nos cuesta aceptar que quizá el otro —ese que no piensa como tú y se empeña en llevarte la contraria—, también puede tener alguna vez razón. Aunque sea muy de vez en cuando. Somos tan intolerantes que en numerosas ocasiones ni tan siquiera nos tomamos la molestia de escuchar los argumentos del divergente. El rechazo es inmediato. Yo diría que hasta preventivo.

En la sociedad española se juega peligrosamente con el negro y el blanco. Con la derecha y eres un “facha” o con la izquierda y eres un “rojeras”. Cada día resulta más difícil encontrar otras tonalidades cromáticas. El insulto y la descalificación están dejando fuera del debate político y social a quienes tratan de defender sus posiciones con argumentos y razones de forma pacífica y mesurada. O estás conmigo o contra mí. No corren, efectivamente, buenos tiempos para la lírica, silenciada por la agresividad y una especie de crispación de carácter retroactivo. Se reabren heridas del pasado y se vuelve a la confrontación y a la amenaza dentro de esas dos Españas que tan bien nos retrató Antonio Machado y que ya creíamos superadas.

La convivencia entre españoles es la base de nuestra democracia y no puede seguir deteriorándose, echando por tierra los logros conseguidos en esta nueva etapa democrática. Sería como darles la razón a quienes defienden el afán autodestructivo de nuestro carácter colectivo.

Pero hay cosas que no son normales. Y bastante menos tolerables. Los independentistas, sin ir más lejos, ponen y quitan gobiernos, pasándose por el arco del triunfo la Constitución y la democracia. Y nadie defiende a quienes sufren dentro de ese mismo territorio la marginación y el odio de los que intentar romper la unidad de España. Ante este panorama, resulta verdaderamente difícil conjugar las palabras convivencia y tolerancia. Tampoco los líderes políticos son capaces de dejar a un lado sus diferencias y buscar puntos de encuentro para atajar los grandes asuntos de Estado. Y menos ahora, que estamos en vísperas de múltiples campañas electorales.

Resulta difícil recuperar la sensatez y la calma, cuando lo que se pretende realmente es la descalificación y hasta la caza del adversario, llamándole facha, traidor, mentiroso o indecente. Cada uno se lleva lo suyo. Nadie se salva. Nuestros políticos —para echar más leña al fuego— salen de casa por la mañana bien pertrechados de descalificaciones que lanzan a sus contrincantes a las primeras de cambio. Estamos, como escribía recientemente Raúl del Pozo en su columna de la contraportada de “El Mundo” en la riña, el rencor y la revancha. En “el viejo ácido nucleico celtíbero que se llama fanatismo”, decía textualmente el maestro.

Los tiempos cambian, las sociedades avanzan, pero el arraigado fanatismo sigue gozando de excelente salud entre nosotros. Además, se retroalimenta y recarga de odio y rencor en las redes sociales. La crítica me parece muy recomendable, pero siempre que esté argumentada, y teniendo muy en cuenta que los medios de comunicación y los periodistas jugamos un papel fiscalizador muy importante.

Mucho más discutible es la impermeabilidad y la intolerancia de quienes reciben esas críticas. Porque, como decía al inicio de este comentario, nos cuesta aceptar con naturalidad que pueda haber otra gente que defienda lo contrario de lo que nosotros pensamos. Es un problema que deberíamos de mirárnoslo, aunque solo sea para no ver enemigos —fachas, no fachas, rojos o allegados— por todos los lados.

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