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Unos días después de recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1957, cuando los aplausos y los elogios dejaron paso al silencio, el escritor Albert Camus le escribió una carta entrañable a su profesor de primaria, Louis Germain, diciéndole: “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al pequeño y pobre niño que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido (…) Le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted tuvo continúan vivos en uno de sus pequeños alumnos que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su agradecido pupilo”.

La respuesta de Louis Germain al premiado y agradecido alumno puede resumirse en este párrafo de su misiva: “Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona”.

Todos hemos tenido maestros, maestras, profesores y profesoras inolvidables que han moldeado —y mejorado— nuestra forma de ser y de actuar en la vida. En realidad, se quiera aceptar o no esa influencia, somos lo que la educación ha hecho de nosotros. Cada uno de nosotros tenemos en la memoria algún maestro/a o profesor/a de cuyas enseñanzas y consejos tomamos buena nota. Nos acordaremos siempre de sus nombres, de su cara, de su forma de expresarse en clase, del énfasis que ponían a la hora de explicar una determinada materia, y seguro que guardamos en la memoria alguna anécdota relacionada con ellos.

Mi primera maestra de escuela fue Angelita. Agradable y encantadora. Visto ahora desde la distancia, está claro que le echó mucho valor y paciencia a su tarea, porque no era  fácil intentar domesticar y domar a veinte o treinta pequeños salvajes en aquella escuela rural, con estufa de leña, ubicada en la primera planta del edificio del ayuntamiento. Educada y elegante, la sigo saludando cuando coincidimos en Sigüenza. Me pregunta por la familia, por mis hermanos, a los que también tuvo como alumnos, y sólo en contadas ocasiones me recuerda “lo malo y rebelde que eras”.

Angelita tuvo que adaptarse a un entorno duro y difícil, en el que el absentismo escolar no era un problema y sólo podía justificarse porque el niño estaba en el campo ayudando al padre o cuidando del ganado. Como norma general, estaba prohibido ponerse enfermo.

En la siguiente etapa, durante la adolescencia, tuve un profesor de Literatura en el Instituto cuya influencia fue determinante a la hora de pensar en el futuro y elegir una carrera acorde con mis aficiones. Aquel profesor, de nombre Arturo, no se limitaba a explicar las distintas generaciones literarias, ni a recitarnos de forma cronológica las obras de Benito Pérez Galdós, Federico García Lorca, Pío Baroja o Miguel Delibes. Para Arturo era mucho más importante que leyéramos algunas de sus obras. Disfrutaba proponiendo lecturas y agradecía que le pidieras opinión sobre la lectura de una novela de F. Scott Fitgerald de la que había hablado en clase.

A este profesor de Literatura, al que guardo un especial cariño, le gustaba también que los alumnos de 6º de Bachillerato hiciéramos redacciones sobre distintos temas, incluidos asuntos polémicos y controvertidos. Quería comprobar nuestra capacidad narrativa y la manera de contar de forma correcta y ordenada lo que pensábamos sobre los toros, la democracia, el teatro o la filosofía. En alguna ocasión me mandó leer en clase la redacción que yo había escrito, para comentarla y opinar sobre el fondo y la forma de aquel escrito.

Antes de finalizar aquel curso y comenzar COU —por cierto, los de mi promoción tuvimos el honor de inaugurar, cual conejillos de indias, las primeras pruebas de acceso a la Universidad—, Arturo me preguntó si ya tenía pensado lo que quería ser de mayor: si pensaba ir a la Universidad y por qué carrera me inclinaba. La verdad es que no tenía las cosas claras. Así se lo dije. Lo único que tenía decidido en aquel momento es que me iría a Madrid, sí o sí, a buscarme la vida, y que estaba dudando entre estudiar Periodismo o Derecho. En función, todo ello, de si me concedían o no una beca.

En esa conversación quiero recordar que Arturo me animó a que no dejara de escribir, que apuntaba maneras, pero sin decirme claramente que la mejor opción de las dos era Periodismo. A partir de entonces, lo tuve claro. Me matriculé en Periodismo, turno de tarde, y en Derecho por las mañanas. Hasta que surgió el primer trabajo de reportero, conocí por dentro la profesión, y el Derecho pasó a un segundo plano, hasta quedar definitivamente aparcado.

Pero los buenos maestros, como el de Albert Camus, siempre están ahí. Y vuelves a encontrártelos en la Universidad y en los centros de trabajo. Durante la carrera tuve profesores admirables, como Jesús Terrón, que daba Historia Contemporánea en los primeros cursos de Periodismo, o Vintila Horia, escritor y ensayista rumano que había pasado por los campos de concentración nazis.

En el trabajo uno ha tenido a maestros como Fernando Ónega, Jaime Campmany, Javier González Ferrari, Julián Lago, Luis del Olmo, Carlos Herrera, Alsina… Y de cada uno de ellos siempre es inevitable aprender algo.


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