La certeza de que los cambios en nuestra vida no han hecho nada más que empezar empieza a imponerse al desconcierto inicial, que aún dura en muchos sentidos. Es imposible delimitar la intensidad, pero no hay duda sobre la extensión; raro será el aspecto de la existencia que escape a la transformación. Desde la vida diaria a la economía o la política, el mundo que se avecina va a ser distinto al de hace poco tiempo. La pretensión (esperanza incluso) de que empezaba un paréntesis, más o menos largo, y que todo volvería a ser como antes ya no se sostiene. También hay miedo. O miedos, como dice el escritor italiano Paolo Giordano más allá del inmediato a enfermar, miedo a todo lo que puede cambiar. En sus palabras: “[…] descubrir que la carcasa de la civilización que conozco es un castillo de naipes. Tengo el miedo de tener que empezar de cero, pero también de lo contrario: de que el miedo pase sin que cambie nada”.

La disyuntiva me parece terrible por devastadora en ambas opciones: que todo se derrumbe y que no cambie nada. Parece sensato, pues, empezar por superar la parálisis de la sorpresa y el espejismo del paréntesis, tratar de convivir con el miedo, y ponerse manos a la obra. Sin embargo, es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Por dónde empezar? Los cambios, sean sociales, económicos o políticos, no se hacen en un rato. Quienes creen en esa velocidad confunden lo sucedido en un momento dado con lo que tardan en leer un párrafo en un libro donde alguien lo explica. Confunden, en fin, una explosión con las consecuencias a medio y largo plazo. Tal vez nos ayude en esta situación en la que estamos ver cómo la urgencia, mezclada con la ineptitud presuntuosa, están provocando situaciones que, si sabemos leer y utilizar, nos darán pistas para localizar caminos y levantar refugios donde meternos mientras construimos algo un poco mejor de lo que tenemos.

Entre los muchos chistes, ocurrencias, videos de la más variada especie, recibí el otro día uno (con dos formatos distintos, lo cual supone varios orígenes y eso es interesante) en el que te prometían un título de ingeniería y una plaza de artista en el Circo del Sol. Para eso debías organizarte en el encierro, teletrabajar, descargar (y descifrar) los deberes escolares de los niños, que los hagan, que toda la familia haga ejercicio, no se maten entre todos, etc. Estas situaciones familiares, absolutamente reales excepto por la convalidación de títulos y de invitaciones circenses, dan pistas sobre lo endeble de muchos supuestos sobre los que se construye nuestra sociedad. Ante una situación crítica (va a ser parte de la construcción del futuro que no nos olvidemos de analizar cómo hemos llegado aquí) la única opción que se ha dado en muchos casos ha sido “hazlo desde tu casa”. Nadie se ha parado a pensar si eso es posible, ni en qué condiciones. Tener conexión a internet no es lo mismo que teletrabajo ni que educación a distancia. Existen, desde hace mucho, herramientas y conocimientos en esos y otros campos que será necesario sacar a la luz dado que, como se ha visto, no son utilizados ni cuando hace falta. Cuanto antes hay que comprender que, de golpe y veinte años después de lo que marca el calendario, ahora hemos entrado de verdad en el siglo XXI. De nosotros depende, al menos un poco, la manera en que se desenvuelva nuestra vida y el futuro que construyamos. Si no lo hacemos, intentamos al menos, nos lo harán. De eso sí que no cabe ninguna duda.

 

No hay comentarios