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Recuerdo perfectamente la fotografía de un jovencísimo Felipe González, con la mirada puesta en el horizonte –como queriendo adivinar el futuro–, delante de un cielo de nubes blancas y un eslogan que decía simple y llanamente: “Por el cambio”. Aunque los socialistas competían con el viento a favor y con el “donuts” de la UCD ya bastante mordisqueado, aquella campaña de octubre de 1982, ilustrada con bucólicos paisajes urbanos de José Ramón Sánchez, fue todo un éxito. Era el reclamo que, sin lugar a dudas, necesitaba entonces el PSOE para ganarse el apoyo de una clase media que finalmente es la que en democracia quita y pone a los presidentes de gobierno.

El cambio se produjo y no pasó nada. También es verdad que aquel giro a la izquierda se llevó a cabo con prudencia;  sin acelerones ni volantazos, que hubieran hecho peligrar la consolidación del recién estrenado sistema democrático. Felipe González –ahora que tanto nos preocupa la influencia de Ángela Merkel en Mariano Rajoy– se dejó entonces tutelar por la socialdemocracia alemana de Willy Brant,  mientras delegaba en Alfonso Guerra el papel de valedor de la clase trabajadora, anteriormente clase obrera. “A este país no lo va a conocer ni la madre que lo parió”, decía Alfonso Guerra en una de sus más celebradas intervenciones al llegar al Gobierno. Hubo reparto de papeles. Lo de siempre: el poli bueno y el poli malo.

Ahora, con un panorama mucho más complicado y difuso que el de aquellos años ochenta, “el cambio” vuelve a ser la palabra de moda. El término mágico que cuenta con más padrinos políticos en estos momentos. Puede parecer una contradicción, pero hasta quienes aspiran a mantenerse en el poder piden el voto por el cambio.

Ha ocurrido recientemente en Andalucía, donde Pedro Sánchez lo reclamaba, sin caer en la cuenta de que el Partido Socialista llevaba gobernando esa comunidad 33 años. O bien se estaba refiriendo el líder de la oposición a un cambio de 360 grados o bien se estaba apuntando a la consabida estrategia de “cambiar para que todo siga igual”. También cabe la posibilidad de que tuviera la cabeza puesta en próximas contiendas electorales.

El cambio, cuando las cosas no han ido bien, es una apuesta que suele dar beneficios en las urnas. El problema es que los ciudadanos se lo crean. De momento, Partido Popular y Partido Socialista parecen más preocupados que nunca por cambiar, antes de que sea demasiado tarde y los ciudadanos les cambien a ellos por otras formaciones políticas emergentes, como Podemos y Ciudadanos. Del recordado eslogan socialista “por el cambio” parece que hemos pasado a “todos por el cambio”.

En las segundas elecciones generales de la democracia, tras la muerte de Franco, la palabra “cambio” era, más que un reclamo electoral, una demanda social. La incorporación irrenunciable de nuestro país a los nuevos tiempos. Pero, eso sí, las reformas que se proponían a la sociedad española eran mucho más sensatas y en ningún caso cuestionaban la economía de mercado ni se desviaban del modelo de las democracias occidentales a las que pretendíamos parecernos. El ejemplo a seguir no era Cuba, ni la Venezuela que vino después con Chávez, sino países con democracias consolidadas, como Alemania, Francia, Reino Unido o Italia.

La crisis de estos últimos años ha servido para alimentar de nuevo esa necesidad de mover ficha y de querer modificar las estructuras y sistemas que no funcionan. Podemos y Ciudadanos, desde posiciones ideológicas muy diferentes, han logrado rentabilizar –a menos hasta el momento– el desencanto y la desconfianza de los ciudadanos en su clase política. La corrupción puede hacerle mucho daño al Partido Popular, pero también se lo puede hacer al Partido Socialista por consentir abusos e irregularidades en esa Andalucía que sigue apostando por más de lo mismo. Aunque, visto lo visto, tampoco es que les haya pasado factura en las urnas.

La gran novedad de las recientes elecciones en Andalucía radica en la incorporación de las formaciones de Pablo Iglesias y Albert Rivera al nuevo parlamento andaluz, con todo lo que eso significa en una comunidad que sigue siendo el gran feudo de los socialistas, con un Partido Popular de segunda fuerza más votada, pero siempre calentando banquillo.

Todo parece indicar, no obstante, que el gran cambio en España está todavía por llegar. Las elecciones autonómicas y municipales de mayo serán una prueba de fuego para los que temen perder posiciones y para los que empujan desde fuera. La amenaza, sin embargo, es mayor para aquellos que no han sabido hacer bien los deberes.

El cambio es lógico que preocupe mucho más a quienes han gobernado ayuntamientos y comunidades autónomas sin ofrecer soluciones a los problemas de los ciudadanos. O que, en muchos casos,han actuado al margen de ellos. Es lógico que preocupe a quienes no han logrado ganarse la confianza de unos votantes que apoyaron sus programas “por el cambio y la renovación”, y que luego se han encontrado con más promesas incumplidas, más abusos y más corrupción.

En esta encrucijada los ciudadanos demandan alternativas y cualquier propuesta de cambio será bien recibida. La regeneración en nuestro modelo político no admite más demoras, pero tampoco más incumplimientos.

Ahora bien, cambiar por cambiar tampoco me parece serio. Sobre todo si no sabemos bien en qué dirección o si se pretende hacer tabla rasa de algunos de los logros conseguidos hasta ahora.

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