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Las palabras extranjeras son un alimento recurrente de cualquier lengua. Un idioma que entra en contacto con realidades que antes le eran ajenas, y toma prestadas palabras extrañas para poder hablar y pensar sobre esas realidades, es un idioma vivo y en movimiento. Y con el tiempo la lengua las adoptará y las adaptará; pasarán a formar parte de su idiosincrasia. El tiempo tamizará los préstamos con vista de lince y desechará lo superfluo, lo redundante.

Nunca sabemos exactamente qué hacer con las palabras extranjeras, y mucho menos en estos tiempos de globalización, en los que las fronteras culturales se desdibujan, y resulta casi imposible predecir el futuro de un préstamo. ¿Su uso se normalizará, y pasará a ser patrimonio general de los hablantes (“fútbol”, de football)? ¿Quedará relegado a la jerga de un grupo concreto (abstract por “resumen”)?

¿Será distintivo de una clase social, una marca de esnobismo (miren, ahí tienen un buen préstamo, snob, que terminó por adaptarse e incluso procrear por derivación), o desaparecerá después de unos meses de popularidad? Hoy en día resulta muy difícil regular el léxico del castellano en el diccionario: ¿a qué palabra franquear el paso con una sonrisa (“set”, “boxes”) y a cuál señalar con la ignominiosa cursiva del extranjerismo (blues)? ¿Cuáles pueden conservar su forma original (geisha) y cuáles deben amoldarse a los patrones de nuestro idioma, en mayor (“suéter” por sweater) o menor grado(“biquini” por bikini)? Es necesario que pasen años antes de poder trazar con claridad el mapa evolutivo de la lengua, estudiar los usos reales de los hablantes, pero también es imprescindible establecer una norma. Conjugar ambas cosas es muy difícil, y en el Diccionario de la Real Academia Española podemos encontrar algunas entradas más bien chocantes.

Un ejemplo ya notorio es el de whisky (o whiskey, según el lugar donde te encuentres). El DRAE lleva tiempo tratando de fomentar su adaptación gráfica, y no es de extrañar: solamente la i latina tiene algo que ver con el castellano actual: ni el grupo consonántico “wh”, ni la “k” (muy rara salvo cuando es la letra inicial), ni la “y” de final de palabra. ¿La solución del DRAE? “Güisqui”, un auténtico monstruo de Frankenstein lingüístico.

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