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Es obligado empezar desde el principio: Arturo Barea (1897-1957), escritor español que obtuvo la gloria gracias a La forja de un rebelde, autobiografía novelada en que narra sus años de infancia, las peripecias vividas durante el servicio militar en la guerra de Marruecos y finalmente la Repúbica y la Guerra Civil, y que refleja de forma magnífica las convulsiones de la España de la época, las inquietudes sociales, la evolución ideológica y las contradicciones y luchas sociales, está en el origen de la obra que hoy traemos a colación. Barea prestó su apoyo moral y físico desde un principio a la causa republicana, apoyo que en un momento crucial de la guerra se transforma en la dirección del servicio de censura de la prensa extranjera del Ministerio de Estado. Su labor consistió en controlar las comunicaciones de los corresponsales extranjeros desde la sede del organismo, en el edificio de la Compañía Telefónica en la Gran Vía de Madrid. Y para echarle una mano en esa tarea apareció por ahí la austríaca Ilse Kulcsar, periodista a su vez, y que terminó por convertirse en su segunda esposa, una vez divorciado de su cónyuge española, Aurelia Grimaldos, con la que tuvo cuatro hijos. Ilsa fue su compañera en la guerra y en el exilio en Inglaterra, a la vez que traductora al inglés de sus creaciones y promotora de la edición de sus obras tras su fallecimiento en 1957.

 

El edificio de la Telefónica en la Gran Vía de Madrid sometido a bombardeos durante la Guerra Civil.

La aventura madrileña fue recreada por Ilsa en este Telefónica publicado por entregas en 1949 en el periódico austriaco Arbeiter Zeitung y que ahora ve la luz en España por primera vez gracias a esta edición de Georg Pichler y una magnífica traducción de Pilar Mantilla. Escrita de forma novelada y en tercera persona, el libro nos presenta la llegada de Anita Adam (Ilsa) a Madrid, su toma de contacto y su enamoramiento final con Agustín Sánchez (Arturo). Desde luego, no estamos ante una historia de amor o romance, como cabría suponer de la temática, sino que, al contrario conforma una claustrofóbica historia (la acción no sale del edificio de la Telefónica, salvo en contadísimas ocasiones) en un desgarrado microcosmos compuesto por periodistas, refugiados, milicianos, operarios y personal variado conviviendo a diario bajo las bombas, las noticias luctuosas, la preocupación por la marcha de la guerra, el ardor por la lucha, la locura por la revolución, la esperanza de una vida mejor y un miedo y una incertidumbre que terminan por convertirse en una rutina tan devastadora como la guerra misma. Ilsa no compone una obra de arte literaria ni creo que pretendiera con ella hacer otra cosa que reflejar una vivencia que marcó su vida, pero lo hace sin resultar baladí, vacuo o aburrido; al contrario crea una atmósfera aterradora de la realidad de una contienda como aquella, lejos de juveniles ardores por la heroica vida de trinchera y combate. Y expresa con toda la crudeza del realismo el lamento y las despiadadas penalidades de una ciudad que pasa de la inercia de la vida rutinaria a ser pasto de bombardeos.